Sangre errante 2 es la segunda parte de un relato sobre una familia que escapa de su tierra natal y su búsqueda de un lugar donde arraigarse.
Ya de regreso Victorio, hombre fuerte y muy voluntarioso improvisó un fogón con unas piedras y leñas que abundaban por allí dentro del caserón, y aunque estaban húmedas logró encenderlas, llenando toda la estancia de humo. Un humo que traía olores y los llenaba de nostalgias por su tierra abandonada, recuerdos que los mantenía en silencio, un silencio doloroso y angustiante, cargado de incertidumbre por el futuro, un futuro incierto en tierras ajenas a sus raíces.
Federico tratando de romper el incómodo silencio dice:
–Este lugar es muy bonito, todo está verde, trataremos de saber a quién pertenece la cabaña, a lo mejor la venden a buen precio.
Todos lo miran en silencio, el padre aprueba lo dicho por el joven, Dignora y Aurora no tanto…
Victorio anuncia que el fogón está preparado, las brasas han prendido, ya el humo no llena la estancia.
La madre y la hija preparan la cena con las mercancías que habían comprado. Para ello Utilizaron una cacerola vieja que dejaron abandonada los antiguos dueños del lugar.
También encontraron algunos artículos de cocina oxidados, que Aurora raspó hasta sacarles brillo.
Conversan sobre lo acontecido con el barco: Dignora le dice a su hija:
–Cómo podremos vivir sin nuestras cosas, la ropa y todos mis enseres que tantos años llevaban conmigo.
Aurora la calma…
–tranquila mama todo va a estar bien, estamos juntos y saludables, Federico y papa tienen guardados todos los ahorros, ellos sabrán que hacer.
El caseron
Hay en el medio de la estancia abandonada, una vieja mesa, Dignora que es un ama de casa diligente improvisa un mantel con su larga estola, allí alrededor colocan unos pedazos de troncos traídos por Federico y se sientan a cenar a la luz de un improvisado candil.
Es noche cerrada y la familia conversa alrededor de la mesa, sabían cuando salieron de su país, que los esperaban tiempos de incertidumbres.
Victorio comenta:
—Yo pienso que en la mañana podemos echar una ojeada en los alrededores para ver si existen condiciones para quedarnos por aquí, el lugar parece tranquilo, hay suficiente agua con ese río que pasa cerca.
Dignora lo mira con cariño, siente una profunda admiración por su esposo, sabe que es capaz de sacar agua de las piedras, pensativa comenta:
—es cierto, parece muy tranquilo aunque algo alejado del poblado.
—Ahhh no aquí no padre, dice Aurora poniéndose de pie y recostándose en el hombro de su padre;
—yo quiero vivir en el poblado, cerca de la plaza, la joven mira a Federico y le pregunta tirándole una piedrecita:
¿y tu hermano, qué opinas? Estás muy callado, ¿en qué estás pensando?
Federico la mira y sonríe, le dice para molestarla:
—no importa lo que tú quieras, si ya padre decidió, nos quedamos aquí.
Doña Dignora interviene conciliadora:
—Bueno, bueno dejen eso ya, que mañana será otro día, vamos ayúdenme a preparar algo en que dormir.
Don Victorio mira su antiguo reloj de bolsillo y comenta:
—El tiempo ha pasado muy rápido, ya son las 11 de la noche, vamos a descansar.
En un espacio del amplio y viejo salón que está seco, acomodan las colchas compradas y se acuestan a descansar.
Temprano en la mañana se despierta Federico y sale del caserón, aún el sol no asoma, solo una tenue claridad anuncia su llegada, pero es más que suficiente para que el hombre vea arrobado y maravillado las bellezas de aquellos parajes.
Se pasa los nudillos por los ojos, se queda allí extasiado, mirando como los tímidos rayos del sol hacen brillar las pequeñas gotas de roció sobre las hojas.
Así fue su primer día en aquel lugar, se compenetró con él, lo amó desde lo más profundo de su ser. Estaba en casa, ya jamás se iría de allí.
El joven camina despacio por el lugar, mirando cada árbol, cada sendero, llega hasta el rio que pasa serpenteando, hay unas piedras por donde pasar, el agua que ya corre calmada es limpia y cristalina, se agacha y recoge entre sus manos, formando una especia de tazón, la prueba y queda maravillado de su sabor.
Sigue caminando hasta el pueblo, mira su reloj de bolsillo, el que su padre le regalara al cumplir la mayoría de edad, ha pasado media hora desde que salió del caserón, llega hasta la taberna, entra y se sienta, observa detenidamente a todos los presentes, parecen campesinos y obreros.
Se le acerca el mismo hombre gordo y rosado del día anterior, trae una libreta en sus manos y le dice –hola ¿desea tomar algo? Federico le contesta –si por favor, sírvame una taza de café con leche y pan con mantequilla, y prepáreme tres raciones para llevar.
Las personas reunidas allí están conversando sobre el barco encallado, comentan que está fondeado cerca del muelle del pueblo.
En el caserón, Dignora prende de nuevo el fuego, Don Victorio ha salido para ver donde está Federico.