Amber comenzaba a vivir cuando la tragedia marcó su vida, estaba pálida y demacrada, aun así, su belleza resaltaba, el largo cabello rojo caía cual cascada, la piel blanca y sus ojos verdes mostraban una mirada ausente, dándole un aire fantasmal.
Su prometido Carlos había sido asesinado en un accidente de atropello con fuga, hacía solo tres días, durante su trote nocturno.
La joven se paró junto al ataúd con su vestido blanco, con su cabello suelto debajo del velo, su buqué de flores sostenido con ambas manos, y sollozó.
Sus padres la sostuvieron entre los dos y prácticamente la cargaron de vuelta al auto, después del funeral, susurrándole su apoyo y dándole fuerzas. Pero no podían saber lo que ella estaba sintiendo. Nadie podía.
Trataron de convencerla de ir a casa con ellos en vez de regresar al lugar que había compartido con Carlos, pero eso era lo único que quería: estar en su propio hogar, lejos de ojos curiosos, la lástima.
Ana su mamá insistió en que al menos la dejara ayudarla a quitarse el vestido, así que se quedó ahí parada, observándola por el espejo mientras la despojaba de las últimas señales de un futuro que ahora yacía enterrado a dos metros bajo tierra.
Sus padres se ofrecieron a quedarse y hacerle la cena, a limpiar, cualquier cosa para evitar dejarla sola, pero se rehusó. Necesitaba tiempo para ella misma.
Una vez que sus padres se fueron, caminó lentamente de cuarto en cuarto, reclinándose en el marco de las puertas y revisitando memorias antiguas del tiempo que pasó con Carlos.
Solos él, ella y este gran lugar. Recorrió con sus dedos la pared en el pasillo frontal, encontrándose con la grieta que él siempre había prometido reparar. El rechinido en el tablón que siempre le hacía saber que subía al piso de arriba.
Se paró en el centro de la cocina, pensando en todos los platillos que le había preparado, y cómo sabía la manera exacta en la que le gustaba que cocinara su carne o la combinación de especias que prefería. Se sentó en su silla favorita en la sala de estar, la que siempre dejaba desocupada para él.
Las paredes y su manto contaban la historia de sus vidas por fotogramas: sonriendo en trajes de baño en Hawái, riendo con amigos en un bar irlandés, acurrucados en una fogata en Maine.
No podía contar en cuántos lugares habían estado juntos en el transcurso de los últimos siete años o cuántos amigos habían hecho en el camino. Se los veía tan felices. Y ahora había acabado.
En el funeral, Amber escuchó todos los cumplidos hermosos con lágrimas derramándose por sus mejillas. Sus familias y amigos recordaron lo mejor de Carlos: su amabilidad, su naturaleza altruista, su ingenio.
Todos tenían historias acerca de maneras en las que él había estado allí para ellos y sobre la influencia positiva que había sido en sus vidas. La joven agradeció sus recuerdos afectuosos y lloró aún más fuerte por haberlos escuchado.
Amber no fue capaz de hablar en el funeral de Carlos, aunque no es como si alguien hubiera esperado que lo hiciera. Todo por lo que estaba pasando aún era demasiado crudo, demasiado doloroso.
Pero aquí, en la casa vacía, podía exhibir su propio encomio privado, para el hombre que hubiera sido su esposo. La muchacha tomó un aliento profundo, ordenando sus pensamientos para barajarlos en forma de palabras que necesitaba pronunciar en voz alta.
Carlos —le dijo a sus fotografías; y su voz comenzó a temblar entre cientos de emociones, pero continuó hablando —pasamos juntos por un largo tiempo, y si las cosas hubiesen salido como se planeó, tendríamos toda una vida más por delante.
Me prometiste que iba a ser tu chica por siempre. Me dijiste que estábamos destinados a estar uno con el otro y qué harías cualquier cosa para mantenernos juntos.
Amber se detuvo, recogiendo su foto de compromiso preferida. En ella, lo veía desde abajo y él desde arriba, ambos sonriendo, tan enamorados. Dibujó esas sonrisas con sus dedos y sintió que las lágrimas se abultaban de nuevo y grito: –ME ALEGRO DE QUE ESTÉS MUERTO, hijo de puta.
Se llevó la foto con ella por la casa, observando a la pareja feliz que retrataba y a la realidad en la que había vivido.
A la grieta que siempre había estado prometiendo que iba a arreglar después de que le azotó la cabeza contra la pared. El tablón rechinante que le advertía cuando estaba subiendo para buscarla y pegarle.
Dentro de la cocina, en donde había pasado un año siendo arrojada al suelo antes de que aprendiera a cocinar su carne con precisión. En donde le había arrojado platillos completos de comida en la cabeza mientras ella se encogía de miedo porque las especias no estaban exactamente como las quería.
De vuelta en la sala de estar y su silla favorita, en donde se sentaba y bebía y la insultaba. Amber Cometió el error de sentarse ahí una vez. Una vez y aprendió que ella no podía tocar esa silla. Una costilla casi rota le enseñó esa lección muy rápidamente.
La joven se giró de nuevo hacia su vida perfecta enmarcada a lo largo de las paredes; ella se giró de nuevo hacia todas las mentiras. Lo habían escondido muy bien, ¿no? Nadie nunca sospechó nada. Ahora era mejor que nadie lo hubiera sabido. Amber se acercó a la fotografía de Hawái y la arrojó al suelo.
Una por una las empezó a desmantelar, regocijándose con el sonido del vidrio haciéndose añicos, hasta que solo la fotografía de compromiso quedó intacta. Se sentó con ella descansando en sus rodillas.
También habían tenido buenos tiempos, todos los que sus familias y amigos habían relatado, y realmente había estado agradecida por el recordatorio de que aún había un hombre en algún lugar dentro de aquel monstruo.
Amber sollozaba recordando. El miedo la había mantenido atada a él por tanto tiempo. Aún podía sentir sus dedos aplastando sus muñecas, escucharlo siseándole las últimas palabras que le había dicho:
–Crees que simplemente puedes dejarme? Te habré matado antes de que eso suceda. Eres mía, y siempre lo serás.
Y luego se había ido a correr como si nada hubiese pasado mientras ella lloraba en el suelo. Tomó la fotografía y caminó hasta la cocina e hiso a un lado la cortina para ver al jardín trasero.
El atardecer había caído, revistiendo todo con sombras oscuras, incluyendo el toldo que protegía el Mustang del 67 que Carlos había restaurado. Se las había arreglado para hacer que la vieja bestia anduviera de nuevo y estuvo muy orgulloso por ello.
La obligó a verlo conducir de atrás hacia adelante alrededor de los campos detrás de la casa, riéndose victorioso todo el tiempo por la ventana del lado del conductor. El cuerpo aún se veía como metal chatarra, pero sus interiores vibraban.
Después de que se había ido a correr, Amber subió al carro. Fue un viaje incómodo y movido, el asiento roto enterraba resortes en su espalda dolorosamente. Se tornó aún más movido cuando Carlos rodó por debajo de los neumáticos.
La joven miró hacia atrás una vez para verlo recostado a un lado del camino rural y desértico, completamente quieto. Apenas podía respirar, apenas podía creer lo que había hecho; pero ninguna parte de ella se arrepentía.
Una vez que llegó a su casa, sorprendentemente había muy poco que debía lavar, y, a decir verdad, ¿qué diferencia hacía una abolladura más en el capó? Lo volvió a cubrir y guardó la llave en el bolsillo frontal del esmoquin de Carlos con el que decidió enterrarlo.
No se había dado cuenta de que estaba llorando de nuevo, las mismas lágrimas de alegría que habían estado cayendo todo el día. Enterró a su prometido en lo que debió haber sido el día de su boda, y empezó a vivir de nuevo.
Amber comenzó a subir los peldaños de su nueva vida.
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